La relación entre autoestima colectiva, afirmación identitaria y violencia social es compleja y controvertida.
Roy Baumeister, psicólogo social, propone una tesis inquietante: el aumento de la violencia entre jóvenes afroamericanos en Estados Unidos a partir de mediados del siglo XX coincidiría temporalmente con los esfuerzos institucionales por promover el orgullo racial y la autoestima positiva dentro de la comunidad negra. Esta afirmación ha sido interpretada por algunos como una crítica al enfoque que asocia la violencia exclusivamente con la falta de autoestima, y no con una autoestima inflada, frágil o descontextualizada.
Desde una mirada sociológica, este planteamiento obliga a matizar. La afirmación de identidad colectiva —como ocurrió durante el auge del movimiento por los derechos civiles o el Black Power— no puede separarse del contexto estructural de exclusión, criminalización y pobreza sistémica. Si bien es cierto que una parte de la juventud pudo canalizar su identidad reafirmada en formas de enfrentamiento violento, reducir el fenómeno a un efecto colateral del “orgullo racial” ignora el papel que juegan la segregación urbana, la violencia institucional y la falta de oportunidades socioeconómicas.
El debate se vuelve más espinoso cuando se introducen datos sobre las dinámicas interraciales de la violencia sexual. Según registros históricos, antes de 1950 eran más comunes las violaciones de hombres blancos hacia mujeres negras. Esta violencia respondía a una lógica colonial, racista y de dominio estructural. A partir de 1950, las cifras comienzan a igualarse, y desde 1960, se reporta un aumento de casos en la dirección opuesta: hombres negros contra mujeres blancas. Estos datos, aunque polémicos y sujetos a interpretación, deben ser leídos con precaución, evitando simplificaciones deterministas o esencialistas que puedan estigmatizar a comunidades enteras.
No obstante, la evidencia más consistente en criminología es que los delitos violentos —incluidos homicidios y agresiones— ocurren principalmente entre personas de la misma etnia. Es decir, los blancos agreden mayoritariamente a otros blancos y los negros a otros negros. Este patrón responde a variables como la segregación espacial, las redes de convivencia y la estratificación social más que a motivaciones raciales explícitas. La violencia intraétnica es, en gran medida, un reflejo de la organización territorial y económica de las ciudades estadounidenses.
Desde una perspectiva estructural, es más relevante analizar las condiciones que producen contextos de violencia sistemática —como la precariedad laboral, la desigualdad en el acceso a educación, la desinversión estatal en zonas urbanas racializadas o la brutalidad policial— que buscar causas individuales o culturales. La exaltación identitaria puede derivar en confrontación solo cuando el entorno no ofrece alternativas de participación política, movilidad social o reconocimiento legítimo.
Por tanto, si bien el vínculo entre orgullo colectivo y violencia merece atención crítica, no debe ser leído como una condena al empoderamiento cultural de los grupos históricamente oprimidos. Más bien, es un llamado a observar cómo se construyen y gestionan las emociones colectivas —como la rabia o la frustración— en condiciones de profunda injusticia social.
Fuente referencial: Baumeister, R. F. (1996). Evil: Inside Human Violence and Cruelty. New York: W.H. Freeman.
Complemento contextual: Bureau of Justice Statistics, FBI Uniform Crime Reports, estudios de segregación urbana y crimen racial en EE.UU.
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